Ayer, ordenando los cajones en el salón de mi casa, encontré esta carta de mi hermana. Dice así:
Papá, mamá:
Quizá sea un bicho raro por no ser
capaz de aceptar lo establecido sin sentir que me traiciono en lo más profundo.
Pero llega un punto en que abandonar esa absurda lucha interna por guardar las
apariencias es lo más sensato que una puede hacer. Sin pretender creerme mejor que
vosotros os digo que no creo en vuestros valores, en lo ‘correcto’. Ni siquiera
creo en los cánones de belleza establecidos. Llegar a asumir que te gusta una
persona que no los cumple (nadie lo hace) es sencillo en esencia. Sin embargo
las presiones y el miedo a no satisfacer a los demás a los que estamos
expuestos te frenan en el último momento. A mí me han frenado. “¿Qué pensarán de mí si me ven saliendo con
esta chica?”; eso fue lo primero que pensé cuando la vi. Y a pesar de ello,
esa chica por la que no apostaba lo más mínimo me ha hecho mejor persona en
poco más de un mes. Me gusta. Pero me gusta ella entera, no su físico ni inteligencia
o cualquier otra cualidad que me pueda dar motivos para presumir. No me hace
falta, es perfecta, la quiero y no tenemos que impresionar a nadie. Esto tan sólo es un
ejemplo y lo que realmente quiero decir es que ya no me siento indigna por ser diferente,
que es hora de empezar a luchar por lo que creo.
Pretendía que esta carta fuera
una despedida pero me ha salido la vena filosófica. A veces no lo puedo evitar…
Quería que supierais de mí y de cómo me siento antes de que me vaya, tener la
oportunidad de hablaros sinceramente porque no me atrevo a deciros esto en
persona, cara a cara. No quiero sentirme rechazada una vez más. Confío en que
por fin entendáis y respetéis mi decisión. Sobre todo sabed que en cualquier
caso ya está decidido. Mañana cogeré el avión rumbo a Calais. La organización
ha aceptado mi solicitud de participación y me requieren esta semana. Prometo
escribiros en cuanto el duro trabajo me dé un respiro para que sepáis de mí.
Papá, mamá os quiero mucho, no lo olvidéis.
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